Época:
Inicio: Año 1925
Fin: Año 1935

Antecedente:
La aportación española

(C) Lucía García de Carpi



Comentario

Como el mismo Breton reconoció, la irrupción en la escena surrealista de Miró en el año 1924, marcó un hito importante en la trayectoria de la pintura surreal. El pintor aportó al Surrealismo, entonces en pleno proceso de gestación, una libertad de espíritu y un candor sin parangón, aunque por su carácter se mantuviera alejado de las disquisiciones teóricas. Cuando Miró se trasladó a París en 1919, practicaba un tipo de pintura realista, en la que se entremezclaban motivos de un objetivismo casi fotográfico con convencionalismos procedentes del lenguaje cubista, mientras que desde el punto de vista temático el pintor catalán seguía aferrado a una iconografía rural iniciada años antes. El mundo campesino, con el que Miró se sintió siempre plenamente identificado, gracias a sus frecuentes estancias en Montroig, fue la fuente de inspiración más importante durante sus primeros años de estancia en la capital francesa. La obra en la que culmina este período es La Masía (1921-1922), propiedad de Hemingway y hoy en la National Gallery de Washington.
El primer cuadro surrealista de Miró fue La tierra arada (1923), condición a la que derivó a partir del riguroso objetivismo de sus obras anteriores En aquellos lienzos el grado de precisión con el que se hallaban representados los distintos elementos exigía un proceso de interiorización de la realidad tal acusado, que el salto en el vacío hacia la subjetividad total se realizó sin es fuerzo. En La tierra arada volvemos a encontrar el entorno campesino ya conocido, con la casa de labor, los animales domésticos y los campos roturados; pero, en oposición a las versiones anteriores del mismo tema, los objetos y seres representados ya no se ajustan a un modelo exterior sino que, por el contrario, muestran una apariencia radicalmente trastocada. Sobre el dictado de la experiencia ha primado el modelo interior, tal y como reclamaba Breton.

A partir de entonces Miró realizó una serie de obras deslumbrantes, en las que las referencias naturalistas van siendo paulatinamente sustituidas por un repertorio de signos de carácter personal. Buen ejemplo de ello lo constituye Paisaje catalán, también denominado El cazador (1923-1924), óleo en el que ya es evidente la tendencia mironiana a representar los seres de forma muy simplificada, o bien a sustituir éstos por determinados símbolos tales como el ojo, la pipa o el sexo. Una de las obras más conocidas de este momento es El carnaval del arlequín (1924), cuadro que, según su autor, debe su extraordinaria alegría a las alucinaciones provocadas por el hambre.

Miró recrea en sus obras un universo personal poblado de estrellas, notas musicales, escalas y diminutos animales. Un ámbito espacial sin dimensiones ni distancias, pero que, pese a su innegable arbitrariedad, nos resulta familiar. De alguna manera, en él volvemos a encontrar el mundo mágico de la infancia. En los cuadros de Miró los seres sufren un proceso de esquematización peculiar por el que son exagerados los elementos de contacto, extremidades, cabezas, antenas, crestas de animales, etcétera, al mismo tiempo que el tronco del cuerpo se ve reducido casi a un mero filamento.

A la agitación y vitalidad de El carnaval del arlequín le sucedió un período de calma, en el que Miró pintó una serie de óleos de extraordinario lirismo, que sin duda se hallan entre lo mejor de su producción. Son obras de gran austeridad, caracterizadas por el tratamiento monocromo del fondo y un número muy reducido de figuras. El onirismo sin crispaciones de composiciones como Cabeza de campesino catalán o Bañista, ambos de 1925, ofrecen una visión muy distante del surrealismo, generalmente identificado con una iconografía perversa.

A mediados de los años veinte surgen también los denominados cuadros- poemas, una de las grandes aportaciones mironianas a la búsqueda de nuevas vías de expresión que, iniciada por los dadaístas, fue ampliamente potenciada por el Surrealismo. Se trata de un género híbrido en el que la imagen y la palabra se equiparan para alumbrar un mundo poético de resonancias inesperadas. A partir de un viaje a Holanda en 1928, Miró realizó la serie de los Interiores Holandeses, de gran interés ya que en ella se invierte la direccionalidad habitual del proceso creativo.

En esta ocasión se parte de un elemento consciente, los cuadros de los maestros holandeses del siglo XVII, que son los desencadenantes de la actuación del subconsciente, al que, en definitiva, deben los cuadros su peculiar configuración. Mención especial merecen también sus collages de 1929 con los que, lejos del esteticismo cubista, Miró cuestiona la propia materialidad de la pintura, al introducir en su obra elementos insólitos, como cadenas, plumas, alambres, corcho, etcétera, con los que consigue obras de un gran impacto.

En la década siguiente la obra mironiana denota un cambio de orientación mostrando, en líneas generales, perfiles más agresivos y amenazadores. Las figuras pierden la ligereza de antaño, siendo en ciertas ocasiones insólitamente pesadas, las atmósferas enrarecidas llegan a hacerse opresivas y el intenso colorido alcanza cotas de gran dramatismo. Al mismo tiempo se multiplican las referencias eróticas, alcanzando éstas una brutalidad desconocida. Miró, autor de composiciones de un gran candor y de un contagioso optimismo, es también capaz, en la mejor tradición surrealista, de una insolente imaginería sexual. A dicho cambio de orientación contribuyó en gran medida el impacto del arte primitivo y de la pintura neolítica, a los que remiten directamente muchas de las escenas pintadas en este período.

El talante de una época marcada por los conflictos bélicos y la destrucción planean de forma obsesiva sobre todas estas telas, alcanzando en ciertos casos el carácter de una auténtica premonición. La guerra civil española le inspiró directamente una obra tan sobrecogedora como el Bodegón con zapato viejo (1937) en la que Miró, al igual que hiciera Picasso en el Guernica, por encima de cualquier episodio bélico, centra su atención en las penurias soportadas por la población civil. Sin embargo, años más tarde, la reacción del pintor ante los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial no fue de denuncia sino de huída. Miró se replegó en sí mismo y alumbró la poética serie de las Constelaciones compuesta por veintidós gouaches, así como una serie de pinturas, que tienen como tema la música, la noche y las estrellas. Miró, refugiado en Varengueville, demostró que el hombre, incluso en medio del horror es capaz de mirar al cielo y escudriñar las estrellas, convirtiendo el motivo de la escalera de la evasión, frecuente en su obra, en un símbolo esperanzador.

Miró regresó a España en 1942, donde su vocabulario, plenamente elaborado, halló nuevas vías de expresión a través de la cerámica y el grabado.